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Esta sección ofrece una variedad de temas relacionados con técnicas sostenibles, agricultura urbana y bioconstrucción. 

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Los techos que olvidamos: De espacios vitales a superficies ardientes

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10 habilidades para prepararse para el colapso del sistema global

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La Era del Fuego: cómo pasamos de dominar las llamas a vivir bajo su sombra

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El extraño caso del primate parlante

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¿Qué Nos Hace Humanos? Reflexión Sobre Nuestra Naturaleza Animal

De la tierra al simulacro: Cómo perdimos nuestro rumbo en la era del consumo

Actualizado: 18 may




Hiperrealidad y la desconexión moderna



¿Cómo llegamos aquí? Hoy habitamos una realidad de simulacros, una hiperrealidad en la que las copias han reemplazado lo auténtico. Jean Baudrillard definió la hiperrealidad como la “copia de una realidad mejor que la original”, una simulación que elimina todo rastro del referente real. En otras palabras, vivimos en la simulación de la copia de la copia: compramos símbolos en vez de objetos útiles, consumimos experiencias envasadas que prometen significado pero nos dejan vacíos. Nos encontramos inmersos en un mundo donde la representación supera a lo real, donde la gente “ya no sabe por qué hace lo que hace” y la verdad queda oculta tras construcciones artificiales. Esta condición hiperreal nos tiene desconectados de la naturaleza, atrapados en un ciclo de hiperconsumo y desperdicio que afecta nuestro cuerpo, nuestra mente y el planeta entero. Para entender cómo llegamos a este estado, debemos emprender un viaje provocador por la historia de la humanidad: desde las sociedades primitivas conectadas con la tierra, pasando por imperios, revoluciones industriales y digitales, hasta esta actualidad alienante. ¿En qué momento perdimos el rumbo? ¿Cuándo las copias reemplazaron a la realidad y el consumo sin sentido nubló nuestro propósito?



Raíces ancestrales: Cazadores-Recolectores conectados con la Tierra


Por decenas de miles de años, los seres humanos vivimos como cazadores-recolectores nómadas o semi-nómadas, en íntima simbiosis con la naturaleza. Tras la última glaciación (hace ~12.000 años), pequeños clanes recorrían bosques y sabanas leyendo el paisaje: conocían las plantas comestibles, seguían huellas de animales, entendían las estaciones. Su supervivencia dependía directamente de la tierra, lo que forjó una conexión espiritual con ella. Muchas de estas culturas atribuían alma a ríos, bosques y animales; desarrollaron mitos y rituales para honrar la fertilidad de la tierra y los ciclos naturales. Tomaban sólo lo necesario, pues sabían que sobreexplotar un entorno significaba el hambre al año siguiente. Paradójicamente, esos “primitivos” podían considerarse más sabios en sostenibilidad que nosotros: su huella ecológica era minúscula, sus herramientas duraban generaciones y sus desechos volvían al ciclo natural (huesos, cenizas, restos orgánicos). Vivían en comunidades pequeñas y cooperativas, donde el éxito individual estaba ligado al bienestar del grupo y del ecosistema circundante.


No idealicemos ingenuamente la prehistoria – también había peligros constantes, trabajo duro y esperanza de vida limitada – pero es innegable que nuestros antepasados vivían inmersos en lo real: la lluvia, el fuego, la noche estrellada sin contaminación lumínica. Sus sentidos estaban afinados al entorno; su identidad, entretejida con el territorio. Hoy, en cambio, muchos de nosotros no sabríamos distinguir una planta venenosa de una comestible, o prever el clima mirando el cielo. Aquella conexión visceral se ha disuelto en nuestra vida contemporánea, al punto de que podemos pasar días enteros sin pisar pasto o contemplar el horizonte sin cemento. ¿En qué momento comenzamos a desconectarnos de aquello que nos sostenía?


El salto del neolítico: Agricultura y primeros asentamientos


El punto de inflexión llegó hace unos 10.000 años con la Revolución Neolítica. Diversos pueblos, en lugares distantes entre sí, abandonaron gradualmente la vida nómada y domesticaron plantas y animales. Comenzaron a cultivar cereales y legumbres, a criar ganado, y a establecerse en aldeas permanentes. Una de las primeras proto-ciudades conocidas es Çatalhöyük, en Anatolia (actual Turquía), fundada hacia 7500 a.C. Allí vivieron varios miles de personas en un denso laberinto de casas de barro apretadas unas contra otras. Curiosamente, no había calles: las viviendas formaban una masa continua y se accedía a ellas por agujeros en los techos. Los techos mismos funcionaban como pasarelas públicas – se caminaba sobre las casas para ir de un sitio a otro. Imagine una ciudad sin calles, donde la azotea de su vecino es la vereda por la que usted transita. Aquellos techos eran espacios comunitarios: allí la gente socializaba, secaba alimentos al sol, realizaba tareas domésticas bajo el cielo abierto.





En Çatalhöyük la arquitectura reflejaba una sociedad igualitaria – los arqueólogos no han hallado palacios ni templos diferenciados. Los hogares exhiben decoraciones con pinturas de cacerías, figuras femeninas de fertilidad y altares con cuernos de ganado, lo que indica una rica vida ritual y artística. Hombres y mujeres parecen haber compartido roles: todos participaban en la agricultura, la caza, la ganadería y las labores cotidianas. Los habitantes cultivaban trigo, cebada y legumbres en las llanuras fértiles alrededor y criaban animales – los cuernos de toro montados en las paredes sugieren la importancia del ganado. Este temprano experimento urbano duró unos 2.000 años, toda una hazaña de estabilidad para un asentamiento humano. Sin embargo, a medida que la agricultura avanzaba y las poblaciones crecían, también surgían nuevos desafíos: enfermedades contagiosas (producto de la vida en proximidad con animales y muchas personas), dietas menos variadas que las de los recolectores, y conflictos por la propiedad de la tierra. Aun con esos costos, la agricultura proporcionó a los humanos algo inaudito: excedentes. Por primera vez, una familia podía producir más comida de la que necesitaba inmediatamente y almacenar el resto para tiempos de escasez. Los excedentes permitieron que algunas personas se especializaran en tareas distintas a obtener alimentos: artesanos, constructores, curanderos, guerreros, líderes. Así nació el germen de la especialización del trabajo y con él, las semillas de la desigualdad social (¿quién controla el excedente? ¿quién manda y quién obedece?).


Ciudades, Comercio e Imperios: La Civilización y sus Descontentos





Con la agricultura establecida, la población humana siguió creciendo y se multiplicaron los asentamientos permanentes. Hacia 4000–3000 a.C. surgieron las primeras ciudades verdaderas en Mesopotamia, Egipto, el valle del Indo y China. En Uruk y Ur (la Sumeria ancestral) aparecieron las primeras escrituras para llevar cuentas de granos y cabezas de ganado – nacía la Historia registrada. Estas ciudades contaban con decenas de miles de habitantes, estratificación social (reyes, sacerdotes, mercaderes, campesinos, esclavos) y una economía basada en el comercio a larga distancia. Barcos y caravanas intercambiaban trigo mesopotámico por piedra lapislázuli de Afganistán, o cerámica egipcia por madera del Líbano. Habíamos tejido la primera red de globalización de la Edad del Bronce. Para el 1300 a.C. aproximadamente, el Mediterráneo oriental y Medio Oriente albergaban un conjunto de civilizaciones interconectadas: el Imperio Egipcio, los hititas en Anatolia, babilonios y asirios en Mesopotamia, los micénicos en Grecia, entre otros. Se enviaban cartas diplomáticas, princesas en matrimonio, y sobretodo bienes: metales como cobre y estaño (esenciales para producir bronce), aceite de oliva, vino, tejidos, especias exóticas.


Era un mundo floreciente y sofisticado, pero frágil. Alrededor del 1200 a.C. ocurrió un colapso repentino y catastrófico: en cuestión de décadas, ese orden internacional de la Edad de Bronce se desmoronó casi por completo. Ciudades fueron incendiadas y abandonadas, imperios cayeron, la escritura se perdió en lugares como Grecia (dando paso a siglos oscuros sin registros escritos). Los historiadores aún debaten las causas: posiblemente una “tormenta perfecta” de desastres naturales (sequías épicas, terremotos), hambrunas, rebeliones internas y la invasión de misteriosos “Pueblos del Mar”. Tras 1177 a.C., los supervivientes de este colapso quedaron sumidos en un período de caos y retroceso que duró cientos de años. Fue el primer gran fin de una globalización. La civilización tardó siglos en recuperarse y reorganizarse en nuevos reinos e imperios. Este episodio nos deja una advertencia inquietante: cuando un sistema complejo y conectado falla, el derrumbe puede ser abrupto y generalizado. Nuestra civilización actual, igualmente globalizada y codependiente, bien podría tomar nota de esa lección antigua.





Pasados los siglos oscuros, la humanidad reconstruyó sus redes comerciales y estados. Surgieron nuevos imperios: el persa, el de Alejandro Magno, y finalmente el colosal Imperio Romano. Roma comenzó siendo una modesta ciudad-estado en el siglo VIII a.C., pero expandió su dominio durante casi mil años, llegando a abarcar todo el Mediterráneo, gran parte de Europa, Norte de África y Medio Oriente. En su apogeo (s. II d.C.), el Imperio Romano contaba con 60 a 75 millones de habitantes – aproximadamente una cuarta parte de la población mundial de entonces. La Urbe de Roma superó el millón de habitantes en el siglo I d.C., un tamaño urbano que no se volvería a ver en Occidente hasta el siglo XIX.


Imagínese la magnitud: una metrópoli antigua con una población similar a la de ciudades modernas como Dallas o Bruselas. Roma logró hazañas de infraestructura impresionantes para su tiempo: acueductos que traían agua fresca desde decenas de kilómetros, calzadas pavimentadas conectando los confines del imperio (se decía que “todos los caminos conducen a Roma”), puertos atestados de barcos con grano, vino, aceite. La Pax Romana facilitó el comercio: un ciudadano podía viajar desde Hispania hasta Siria bajo las mismas leyes y moneda. Sin embargo, este esplendor tuvo un costo ecológico: los romanos talaron bosques enteros para leña y construcción, explotaron minas de plata y oro hasta agotarlas, expandieron la agricultura intensiva para alimentar a las legiones y las urbes. Fueron, en cierto modo, pioneros de un modelo imperial extractivista que hoy nos resulta familiar.





El Imperio Romano, a pesar de su fortaleza, no fue eterno. A partir del siglo III d.C. enfrentó crisis: plagas mortíferas (como la peste antonina y la cipriana), guerras civiles, declive económico e invasiones bárbaras. En 476 d.C. cayó la mitad occidental del imperio bajo la presión de pueblos germánicos, marcando convencionalmente el fin de la Edad Antigua. La ciudad de Roma, otrora de un millón de almas, se despobló hasta tener quizás 50 mil habitantes en la Edad Media, pastoreando vacas entre sus ruinas. Europa occidental se fragmentó en reinos menores, con economías locales, regresando en gran medida a la autosuficiencia rural y – en comparación – a la simplicidad. Es revelador pensar que tras siglos de centralización imperial, la gente volvió a depender de sus propias huertas y rebaños, y a vivir en pequeños pueblos. La caída de Roma supuso otra desconexión: las comodidades y seguridad de la civilización se esfumaron, forzando a la población a re-conectarse directamente con la tierra para sobrevivir. Los grandes caminos romanos se rompían sin mantenimiento y en muchos tramos volvían a ser tragados por la naturaleza. En términos de Baudrillard, podríamos decir que la “hiperrealidad” romana – un mundo de símbolos de poder (águilas imperiales, estatuas, monedas con el busto del César) que aseguraba ser el orden natural – se desplomó dejando al descubierto la realidad básica: la necesidad humana de agua, comida, abrigo y comunidad cercana.


Dinero, papel y deuda: La evolución financiera desde la Edad Media





Con la caída de Roma, Europa occidental regresó en gran medida a la autosuficiencia rural y simplicidad económica. Durante la Edad Media, el dinero tomó diversas formas y usos: desde monedas locales hasta el surgimiento del crédito medieval manejado por comerciantes y banqueros en ferias comerciales. En contraste, en China durante la dinastía Tang (618-907 d.C.) y posteriormente la dinastía Song (960-1279 d.C.), apareció el papel moneda como una innovación revolucionaria, facilitando grandes transacciones y estimulando la economía de mercado.


En Europa, la economía monetaria volvió a expandirse lentamente con el auge del comercio medieval, especialmente en ciudades italianas como Venecia y Florencia. La introducción de letras de cambio y bancos que gestionaban depósitos y préstamos marcó un desarrollo clave en la sofisticación financiera. En el siglo XVII, la creación del Banco de Inglaterra en 1694 y la emisión sistemática de deuda pública por parte del estado inglés establecieron el capitalismo financiero moderno, separando aún más el dinero de activos tangibles y aumentando la abstracción y complejidad financiera.


Del fin del Absolutismo al comienzo de la desconexión





La Ilustración, surgida en los siglos XVII y XVIII, fue en su inicio una revolución del pensamiento. Filósofos como Locke, Voltaire, Rousseau, Diderot y Kant impulsaron ideas que desafiaban al absolutismo, al dogma religioso y a la ignorancia impuesta por el poder. Gracias a este movimiento, florecieron principios como la libertad individual, la razón, el pensamiento crítico y los derechos universales. Se abrieron las puertas a la educación pública, la democracia representativa y los valores de igualdad ante la ley, plantando las semillas de las sociedades modernas.


Sin embargo, ese mismo impulso racional que rompió cadenas también empezó a redefinir la relación del ser humano con el mundo. Bajo la influencia de pensadores como Descartes, la razón se elevó por encima de todos los demás saberes, y se estableció una separación tajante entre el sujeto pensante (el ser humano) y el objeto observado (la naturaleza). El universo se describía ahora como una gran máquina gobernada por leyes fijas, algo que debía ser analizado, entendido y dominado. La tierra, los ríos, los árboles y los animales dejaron de ser seres con alma o espíritu para convertirse en recursos cuantificables.


Esta visión mecanicista rompió con siglos de cosmovisiones ancestrales que veían al humano como parte de un todo vivo. En su lugar, se instauró una lógica de dominio: la naturaleza estaba para ser usada, medida y extraída. Así, la ciencia y la técnica, inicialmente herramientas de emancipación, se pusieron al servicio del control y la eficiencia, y poco a poco desapareció la idea de interdependencia con el entorno. El campo dejó de ser un espacio de vida comunitaria y ritual para convertirse en territorio productivo.

Esa transformación no quedó en el plano teórico. A finales del siglo XVIII, esta nueva mentalidad dio paso a la Revolución Industrial. Las ideas ilustradas de progreso, racionalización y control encontraron su vehículo perfecto en la máquina, la fábrica y el sistema de producción en masa. Se concentró a las personas en ciudades-fábrica, alejándolas de los ritmos naturales. Se rompió el vínculo cotidiano con la tierra y los ciclos ecológicos, y se reemplazaron los valores comunitarios por ideales de productividad, eficiencia y crecimiento indefinido. La economía se volvió el nuevo centro del sentido humano.


Lo que comenzó como un llamado a liberar al ser humano del yugo de los reyes, terminó —sin buscarlo— encadenándolo a una nueva lógica: la de dominar su entorno para producir más, más rápido y con menos vínculos humanos o naturales. Así se sentaron las bases del sistema moderno que, en nombre del progreso, separó al ser humano de su entorno, de su comunidad y de su lugar en el mundo vivo.


Revolución industrial: Máquinas, fábricas y éxodo Rural





Por más de mil años tras Roma, la mayoría de la humanidad continuó viviendo de la tierra, con tecnologías relativamente estacionarias. Pero a partir del siglo XVIII, primero en Inglaterra y luego en el resto de Europa y Norteamérica, ocurrió otro terremoto histórico: la Revolución Industrial. En pocas generaciones se reemplazó la energía muscular humana y animal por la potencia de las máquinas. El vapor del carbón hizo girar telares, el hierro forjó ferrocarriles, las locomotoras a toda marcha conectaron ciudades, y las fábricas comenzaron a producir en masa todo tipo de bienes. Este cambio técnico transformó la vida cotidiana más profundamente que quizá ningún evento anterior.


Antes de 1800, la gran mayoría de la población (generalmente más del 80% en muchos países) era campesina, viviendo en entornos rurales y auto-sustentándose en parte con sus propios cultivos. Hacia 1900, esa proporción había caído drásticamente en las naciones industrializadas. Por ejemplo, en Estados Unidos alrededor del año 1900 aún un 41% de la fuerza laboral trabajaba en agricultura; para el año 2000, esa cifra había caído a apenas 2%. Este éxodo rural significó que millones de familias dejaron sus granjas y aldeas para mudarse a ciudades industriales en busca de salarios en fábricas. Imagínese el choque cultural: generaciones que habían vivido de la luz solar y las estaciones, de pronto apiñadas en barrios obreros, trabajando 12–14 horas al día entre el ruido ensordecedor de máquinas textiles o siderúrgicas, bajo la luz artificial de lámparas de gas. Las ciudades se hincharon de gente: Manchester, Liverpool, Essen, Pittsburgh – localidades que eran pueblos modestos en 1750 se convirtieron en metrópolis ennegrecidas por el humo en 1850. Las condiciones al inicio eran infernales: jornadas extenuantes, niños trabajando entre engranajes, viviendas insalubres. Pero incluso donde la vida era dura, muchos campesinos preferían aquello a la miseria rural crónica; la fábrica al menos ofrecía un salario – dinero en efectivo – y la esperanza (así fuera ilusoria) de ascenso social.


Las estadísticas globales de urbanización reflejan ese cambio tectónico. En 1800, apenas un ~6,6% de la población mundial vivía en asentamientos urbanos; para 1900 esa proporción se duplicó a ~12%. Puede parecer poco, pero representa decenas de millones de personas trasladándose a ciudades en el siglo XIX. El fenómeno se aceleró aún más en el siglo XX: para 1950, aproximadamente 30% de la humanidad era urbana, y hoy en día somos más del 55%.


En otras palabras, en 2025 hay más personas viviendo en ciudades que en el campo a nivel mundial, una situación completamente nueva en la historia de nuestra especie. Esto supuso un cambio radical en el estilo de vida: durante milenios, la unidad básica era la familia extensa auto-suficiente en un entorno rural; ahora la unidad es el individuo o familia nuclear que obtiene dinero en un empleo especializado y compra todo lo necesario en el mercado. Se rompió el ciclo cercano de producción-consumo: antes, muchas familias producían gran parte de su comida, ropa, herramientas, y lo que consumían era en gran medida resultado de su propio trabajo. Después, las familias urbanas se volvieron consumidoras, dependientes de sistemas lejanos que les proveen alimentos empaquetados, ropa fabricada en serie, energía eléctrica de fuentes invisibles. Esto trajo comodidad y variedad de bienes sin precedente, pero también una alienación profunda respecto al origen de las cosas. Un habitante de París en 1900 podía comprar carne en la carnicería sin nunca haber visto una vaca viva; podía encender la luz eléctrica sin idea de cómo se generaba (carbón en alguna central), podía vestirse con algodón de Egipto tejido en Inglaterra y cosido en una fábrica, sin ninguna conexión con los trabajadores tras esas mercancías.


A finales del siglo XIX y comienzos del XX, el mundo se asombró con las nuevas posibilidades: el avión, el automóvil, el telégrafo, el cine… La narrativa dominante era la del progreso ilimitado. La realidad material mejoraba en muchos aspectos – menos hambrunas, avances médicos, más bienes de consumo – pero esa abundancia venía acompañada de nuevos problemas: ciudades contaminadas y hacinadas, pérdida de tradiciones comunitarias, explotación laboral extrema y una dependencia total del dinero. La familia autosustentable de antaño, que hacía compost con sus residuos y tenía un huerto de frutales, fue sustituida por la familia obrera/empleada que compra todo hecho y desecha los desperdicios sin saber adónde van. Es decir, nos convertimos en engranajes consumidores dentro de un sistema enorme, opaque y manejado por fuerzas (empresas, estados) que escapan al control individual.


El amanecer de los motores y del fertilizante sintético





El siglo XX no solo fue testigo de la urbanización masiva, sino también de revoluciones tecnológicas en la producción de alimentos y energía. Hasta sus primeras décadas, las hambrunas seguían siendo una amenaza real en muchas regiones: la agricultura dependía del estiércol, las rotaciones de cultivos y yacimientos cada vez más escasos de salitre. Entre 1908 y 1913, sin embargo, el proceso Haber-Bosch logró fijar nitrógeno del aire y producir amoníaco a escala industrial, multiplicando por miles la cantidad de nitrógeno “reactivo” disponible para los cultivos. Desde entonces, hasta la mitad de las calorías que hoy consume la humanidad provienen, directa o indirectamente, de este fertilizante sintético. Cada segundo ser humano tiene nitrógeno en sus tejidos que salió de una fábrica, no de un ciclo natural.


Este logro fue un arma de doble filo. Permitió alimentar a una población que pronto superaría los 2 000 millones y siguió creciendo sin precedentes, pero también sentó las bases de un modelo de monocultivo intensivo y de fuerte dependencia energética. El proceso consume alrededor del 1–2 % de la energía primaria del planeta y genera cerca del 2 % de las emisiones globales de CO₂. Con el paso de las décadas, el exceso de fertilizante empezó a escurrirse a ríos y lagos, originó zonas muertas costeras y aceleró la erosión de los suelos: la FAO calcula que, de mantenerse las prácticas actuales, muchos campos fértiles apenas alcanzarían unas 60 cosechas más antes de quedar degradados.




En paralelo al auge de la agricultura industrializada, el siglo XX fue la era de los hidrocarburos. El carbón había alimentado la primera revolución industrial, pero el petróleo y el gas tomaron la delantera en el siglo pasado. El petróleo no solo impulsó todos los motores de combustión interna – autos, camiones, aviones, barcos – sino que además se convirtió en materia prima de la petroquímica, dando origen a plásticos, fertilizantes, medicamentos, fibras sintéticas… La vida moderna está literalmente impregnada de petróleo. Considere el automóvil: a principios del siglo XX, las ciudades todavía dependían del caballo para el transporte. En 1900, Nueva York albergaba unos 130.000 caballos (486 por milla cuadrada), con todos los desafíos que eso implicaba en excrementos y logística. Solo 13 años después, en 1913, la imagen era inversa: avenidas llenas de automóviles y apenas uno que otro carro de caballos; la ciudad había adoptado masivamente el coche en poco más de una década. Para 1917, Nueva York ya era el epicentro de las ventas de automóviles del país y las antiguas tiendas de carruajes y forrajes se transformaron en concesionarios de neumáticos, talleres mecánicos y gasolineras. Fue un cambio vertiginoso: en una generación pasamos del tracción animal al motor de explosión.


La motorización trajo de la mano la urbanización difusa (suburbios que se extienden gracias al auto) y un apetito insaciable por petróleo barato. Hoy circulan en el mundo más de 1.400 millones de vehículos motorizados, consumiendo millones de barriles de petróleo al día. Esta quema masiva de hidrocarburos liberó cantidades colosales de dióxido de carbono (CO₂) a la atmósfera, alterando la composición química del aire. Antes de la industrialización, la concentración de CO₂ atmosférico era de ~280 partes por millón (ppm) durante milenios; actualmente ha superado las 420 ppm (un aumento del 50% sobre niveles preindustriales). No es una abstracción: ese gas de efecto invernadero adicional retiene calor e impulsa el calentamiento global. La temperatura media del planeta ya se ha elevado alrededor de 1,2–1,5 °C respecto a la era preindustrial, con consecuencias visibles: deshielo de glaciares, fenómenos climáticos extremos más frecuentes, acidificación de océanos, entre otros. Hemos aprendido, dolorosamente, que el triunfo tecnológico de dominar energía antigua almacenada en combustibles fósiles conlleva una factura ecológica que apenas empezamos a pagar. La hiperrealidad de la sociedad del automóvil – libertad individual, estatus social vinculado al coche, ciudades diseñadas para rodar – ocultó durante décadas la realidad física de la contaminación y el cambio climático, hasta que las señales se hicieron imposibles de ignorar.


Posmodernidad, Propaganda y Cultura del Descarte





La transformación de la economía occidental hacia una centrada en los deseos, más que en las necesidades reales, se inició tras la Primera Guerra Mundial. Paul M. Mazur, banquero de Lehman Brothers, observó ya en 1928 que eventualmente se produciría un cambio hacia una economía impulsada por deseos crecientes y constantes, superando ampliamente las necesidades reales. La moda y la novedad comenzaron a promoverse para acelerar la obsolescencia percibida de los productos, estableciendo las bases de una cultura consumista que definiría el siglo XX.


Aquí entra Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud y considerado el padre de las relaciones públicas, quien perfeccionó estas ideas utilizando teorías de psicología de masas para moldear deseos y fabricar consenso. Bernays escribió en 1928: “Quienes nos gobiernan, moldean nuestras mentes, definen nuestros gustos o nos sugieren nuestras ideas son en gran medida personas que nunca hemos oído hablar.” Esta frase encapsula cómo nuestras supuestas elecciones libres han sido cuidadosamente manipuladas desde las oficinas de marketing.



Entre sus campañas más emblemáticas está la creación del desayuno tradicional americano de huevos con tocino. En los años 20, contratado por fabricantes de tocino, Bernays promovió este desayuno tras obtener el respaldo de médicos que lo etiquetaron como saludable. Aún más influyente fue su campaña de 1929, “Antorchas de la libertad”, en la cual vinculó el acto de fumar con la liberación femenina, incrementando drásticamente el consumo de cigarrillos entre mujeres y redefiniendo significados sociales.


La publicidad posmoderna dejó así de vender productos para vender símbolos. Un cigarrillo ya no era tabaco, era emancipación; un auto deportivo ya no era transporte, sino éxito y masculinidad; los productos de consumo se convirtieron en significados y deseos simbólicos que guiaban al consumidor hacia una hiperrealidad, justo como observó Jean Baudrillard.


Tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo occidental vivió un auge económico sin precedentes (los “Años Dorados” de 1950-60). Aquí se consolidó una cultura de descarte. En 1955, la revista Life celebraba los productos desechables bajo el lema “Throwaway Living” (Vida de usar y tirar), simbolizando la comodidad moderna y la obsolescencia planificada. El plástico, material milagro de la época, se convirtió en emblema de esta nueva cultura.


Productos desechables inundaron los hogares, multiplicando exponencialmente los residuos.

Desde entonces, la producción masiva de plástico ha generado 8.300 millones de toneladas, con apenas un 9% reciclado. El resto permanece como contaminación, afectando océanos, suelos y hasta la salud humana a través de microplásticos. Paralelamente, la cantidad diaria de basura doméstica generada por cada estadounidense casi se duplicó desde 1960 hasta nuestros días, reflejando un estilo de vida cada vez más insostenible.


La hiperrealidad publicitaria sigue ocultando la realidad del desperdicio. A medida que se volvió evidente la crisis climática desde los años 80, las corporaciones reaccionaron con campañas de desinformación financiadas por petroleras y acciones superficiales como el "greenwashing", manteniendo intacta la lógica del consumo desmedido.


Frente a esta espiral de consumo y desecho, resulta revelador el contraste con generaciones anteriores que practicaban una sostenibilidad intuitiva: reparar en lugar de tirar, reutilizar recursos domésticos y cultivar habilidades básicas hoy olvidadas por generaciones educadas únicamente para consumir, no para producir.


La transición anticipada por Mazur y perfeccionada por Bernays moldeó profundamente la sociedad contemporánea, dando paso a la cultura del deseo infinito, el descarte acelerado y la crisis ambiental que hoy enfrentamos.





Frente a toda esta vorágine de consumo y simulacro, es revelador contrastar con las generaciones anteriores que vivieron con hábitos modestos. La llamada Generación Silenciosa (quienes nacieron en las décadas de 1920–30 y crecieron antes del consumismo pleno) practicaba muchas veces una sostenibilidad intuitiva. Por necesidad y cultura, caminaban mucho más (menos coches privados significaba usar las piernas o el transporte público), plantaban árboles frutales y huertos en sus patios para complementar la alimentación, compostaban o daban a animales los desechos orgánicos, remendaban la ropa, devolvían los cascos de vidrio para reutilizar, arreglaban electrodomésticos en vez de tirarlos. No es que idealicemos ese pasado – también tenían sus carencias y aspiraban a la modernidad – pero en retrospectiva sus hábitos lucen virtuosos. Eran en gran medida economías circulares domésticas: el pan duro se hacía pudín, la botella vacía servía para almacenar otra cosa, el periódico viejo para envolver. Hoy esos saberes prácticos casi se han perdido. Se nos enseña a consumir, no a producir. Muchos jóvenes no sabrían cómo cultivar una lechuga o coser un botón, pero manejan con destreza una tarjeta de crédito para comprar por Internet. Esta desconexión de las habilidades básicas nos hace vulnerables: dependemos enteramente del sistema, como niños eternos que usan una app cuando tienen hambre y a un técnico ante cualquier avería.


Revolución Verde y dinero fiat: Promesas de progreso, costos Ocultos





Otro elemento clave de las últimas décadas ha sido el cambio en el sistema económico global. En 1971, Estados Unidos abandonó el patrón oro – es decir, el dólar dejó de ser convertible en oro – instaurando la era del dinero fiat puro, respaldado únicamente por la confianza y el decreto gubernamental. A partir de entonces, los bancos centrales pudieron emitir moneda sin la atadura de reservas metálicas, facilitando la expansión del crédito y la intervención monetaria. Los años 70 vieron también crisis petroleras (1973, 1979) que dispararon la inflación en muchas economías desarrolladas a niveles no vistos en décadas (EE.UU. alcanzó inflaciones anuales de más del 10% a fines de los 70). Los salarios reales de los trabajadores, que habían crecido con fuerza entre 1945 y 1973, empezaron a estancarse o incluso retroceder en términos de poder adquisitivo. De hecho, en Estados Unidos el salario promedio real de un trabajador en 2018 tenía prácticamente el mismo poder de compra que en 1978, tras décadas de altibajos.


La prosperidad ya no se repartió como antes; la mayoría de las ganancias de productividad desde los 80 en adelante fluyeron hacia las élites económicas y las rentas del capital, no hacia la clase media trabajadora. Para mantener su nivel de vida, las familias acudieron cada vez más al endeudamiento: tarjetas de crédito, préstamos estudiantiles, hipotecas más abultadas. Los gobiernos tampoco se quedaron atrás: el gasto público financiado con deuda se volvió norma. Hoy, la suma de deudas (públicas y privadas) a nivel mundial supera los 300 billones (trillones) de dólares, equivalentes a más de tres veces la producción económica anual del planeta. Vivimos en un mundo literalmente apalancado hasta el cuello, confiando en que la ilusión monetaria se sostenga por siempre. Emitimos deuda para crecer, crecemos para pagar deudas previas, en un ciclo que recuerda a un castillo de naipes.


Vivimos literalmente en una economía apalancada, donde crecemos para pagar deudas viejas, y emitimos nuevas deudas para poder seguir creciendo. El dinero, en este contexto, se ha vuelto otro simulacro: dígitos en una pantalla bancaria que rara vez se traducen en algo tangible. Promesas de valor que dependen, cada vez más, de que sigamos creyendo en ellas.


Este escenario genera una sensación difusa de inseguridad económica. Muchos jóvenes hoy sienten que, a pesar de estudiar y trabajar, difícilmente alcanzarán la estabilidad que sus abuelos disfrutaron – casa propia, trabajo estable, ahorros para la vejez. La inflación crónica erosiona el valor del dinero, empujando a una cultura de consumo inmediato (“compra ahora antes que suba de precio, vive hoy que mañana es incierto”). Así, se refuerza la rueda del hiperconsumo: el sistema necesita que gastemos, y nosotros gastamos por hábito, presión social o incluso miedo al futuro. Es otro bucle de la hiperrealidad: nos bombardean con publicidad para mantener la fe en que consumir nos dará felicidad, mientras las señales de advertencia (deuda impagable, colapso climático, ansiedad generalizada) parpadean en el fondo.


Por otro, la Revolución Verde, que ya había comenzado en los 40s pero se aceleró globalmente en los años 70s y 80s, introdujo variedades híbridas de alto rendimiento, fertilizantes sintéticos y pesticidas industriales. Si bien permitió aumentar la producción de alimentos y alimentar a una población en crecimiento, también trajo consigo una fuerte dependencia de petroquímicos, pérdida de biodiversidad agrícola y sobreexplotación de suelos y agua.


El impacto ambiental de la Revolución Verde se hizo evidente con el tiempo. La aplicación masiva de fertilizantes y pesticidas “milagrosos” empobreció los suelos, contaminó ríos y acuíferos, y erosionó la biodiversidad. Campos exuberantes de trigo híbrido ocultaban la pérdida de variedades locales y la dependencia de insumos externos. Las plagas se volvieron más resistentes; los agricultores pobres que no podían costear semillas mejoradas, tractores o químicos quedaron en desventaja (creciendo la brecha económica). La intensificación agrícola también significó deforestación para ganar tierras de cultivo en muchas regiones.


Es decir, en nuestra ansia por dominar la naturaleza para que produzca más, profundizamos sin querer la desconexión con los equilibrios naturales. Pan para hoy, hambre para mañana, podría decirse: superamos momentáneamente el límite malthusiano del alimento, pero a costa de agotar los ecosistemas de los que depende la producción futura.




Auge Tecnológico: Internet, Redes Sociales y la Enajenación Digital





Si la segunda mitad del siglo XX trajo televisión y comunicación de masas unidireccional, el final del milenio y el siglo XXI han sido testigos de una revolución quizá igual de transformadora que la industrial: la revolución digital. La invención de Internet y su masificación desde mediados de los 90 conectó al mundo en una red de flujo instantáneo de información. Al principio, muchos vimos Internet con asombro utópico: libre acceso al conocimiento global, comunicación instantánea con cualquier punto del planeta, democratización de la voz pública. Y sí, Internet ha sido una herramienta poderosa para la educación, la ciencia y la solidaridad; pero también se convirtió rápidamente en el nuevo opio del pueblo. Con la llegada de los smartphones (el iPhone salió en 2007, marcando el inicio de la era de los teléfonos inteligentes ubicuos), Internet dejó de ser algo al que “uno va” en ciertos momentos, para ser un entorno permanente en el que vivimos inmersos. Ahora llevamos en el bolsillo (o en la mano casi pegada) un dispositivo que nos conecta 24/7 a esa hiperrealidad digital: mensajes, correos, noticias, memes, vídeos, likes, notificaciones constantes reclamando nuestra atención.


Las redes sociales – Facebook, YouTube, Twitter (hoy X), Instagram, TikTok y demás – han reconfigurado cómo nos relacionamos, cómo consumimos información y cómo nos vemos a nosotros mismos. En teoría nos conectan más; en la práctica han demostrado también aumentar la polarización (cada uno encerrado en su burbuja de algoritmos afines), propagar desinformación a la velocidad de un clic y, en lo personal, crear epidemias de ansiedad y depresión, especialmente en jóvenes. Diversos estudios encuentran correlaciones preocupantes: por ejemplo, alrededor de 1 de cada 4 adolescentes que pasan 4 horas o más al día frente a pantallas reportan síntomas de ansiedad o depresión. Nunca una generación tuvo tanto “entretenimiento” y “comunicación” al alcance, y nunca pareció sentirse tan perdida y abatida. Las redes nos presentan vidas perfectas de otros (filtros de hiperrealidad, cuerpos e imágenes editadas), generando comparaciones constantes y sentimiento de insuficiencia. También nos entrenan en la recompensa inmediata: una dopamina fácil con cada notificación. Nuestra mente se ve afectada: se reducen los lapsos de atención, se hace difícil la lectura profunda o la contemplación prolongada sin checar el teléfono. De hecho, el adulto estadounidense promedio pasa ya más de 5 horas diarias en el móvil – casi lo equivalente a una jornada laboral completa pero en actividad esencialmente pasiva. Es tiempo sustraído de la interacción cara a cara, de la actividad física, del contacto con la naturaleza o simplemente del silencio necesario para pensar.


La conexión humana ha sido remodelada. Ahora es normal que dos amigos, sentados en la misma habitación, estén cada uno mirando su pantalla en lugar de conversar. Mantenemos contacto con familiares lejanos vía videollamada, pero a veces descuidamos al vecino de al lado. Tenemos cientos de “amigos” en redes, pero nunca nos hemos sentido más solos: numerosos estudios indican que la soledad percibida ha aumentado en las sociedades hiperconectadas. Paradójicamente, la tecnología que prometía unirnos globalmente puede aislarnos localmente. Estamos presentes en todas partes y ausentes en el aquí y ahora. Esta es quizá la manifestación más literal de la hiperrealidad de Baudrillard: preferimos muchas veces la realidad virtual (curada, editable, dopaminérgica) a la realidad física inmediata, que nos parece sosa o incómoda. En la hiperrealidad digital, todo es simulación controlable: si algo no gusta, se desliza con el dedo a la siguiente pantalla; si hay silencio incómodo, se abre Twitter; si nos aburrimos, infinite scrolling en TikTok nos rescata. Pero el cuerpo y la tierra están aquí, aunque no les prestemos atención – hasta que duelan. Y duelen: nuestros cuerpos, adoloridos por sedentarismo y mala alimentación; nuestras mentes, agotadas por infoxicación y comparaciones irreales; el planeta, recalentado y contaminado.


El Vacío de la Casa Consumidora y la Pérdida del Saber





Hemos llegado a un punto en que nuestras casas son unidades de consumo puras. A diferencia de la casa de un campesino de hace 150 años, que era a la vez vivienda y centro productivo (se cosía, se reparaban herramientas, se cultivaba algo en el patio, se criaban gallinas, se hacía conserva), la casa moderna promedio es estéril en cuanto a producción: simplemente consume energía eléctrica, agua, gas, comida traída del supermercado, bienes comprados, y produce esencialmente residuos (basura, aguas residuales, emisiones). Pocas casas hoy producen siquiera una fracción de lo que consumen. Algunas excepciones son hogares con paneles solares, huertos urbanos o talleres artesanales, pero son minoría. La vastísima mayoría dependemos de complejas cadenas de suministro para cada necesidad. Esto nos hace cómodos, pero también profundamente ignorantes de los procesos básicos que sostienen nuestra vida. Preguntémonos con honestidad: ¿sabemos cómo se produce el pan que comemos diariamente, desde la semilla de trigo hasta la hogaza? ¿Sabemos qué ingredientes químicos componen el jabón con el que nos bañamos y cómo afectan al río al irse por el desagüe? ¿Podríamos potabilizar agua por nuestros medios si dejara de salir del grifo? Para colmo, nuestros sistemas educativos formales no priorizan esas habilidades prácticas ni la comprensión holística de los ciclos naturales. En vez de eso, nos orientan hacia roles especializados dentro de la maquinaria económica: aprender oficios o profesiones para encajar en el mercado laboral, no para ser autosuficientes o ciudadanos ecológicamente conscientes.


Esta desconexión llega a extremos tragicómicos. Hay adultos que creen, literalmente, que los alimentos nacen en los estantes de los supermercados. Un famoso sondeo en EE.UU. reveló que 7% de los estadounidenses creían que la leche chocolatada proviene de vacas marrones– un dato que suena a chiste pero habla de un analfabetismo alimentario preocupante. No reconoceríamos una planta de tomate aunque la tuviéramos enfrente; no sabríamos distinguir un suelo fértil de uno muerto; ignoramos en qué fase la Luna es propicia para sembrar (un conocimiento popular de nuestros abuelos agricultores). Y así, sin entender la base real de la vida, nos movemos en una economía altamente especializada donde hacemos una sola cosa (ya sea diseñar software, vender seguros o manejar datos) y con el dinero obtenido compramos todo lo demás. Dependemos del sistema para cada aspecto básico: nuestra comida, vestido, vivienda, salud, entretenimiento, educación de hijos… todo tercerizado. Esto nos hace extremadamente vulnerables a cualquier disrupción (pandemias, crisis logísticas, recesiones) y, más sutilmente, nos deja con una sensación de vacío y falta de propósito. Porque, ¿qué sentido tiene todo si no entendemos el porqué de nuestras acciones? ¿Trabajamos solo para pagar cuentas y comprar cosas que otros nos dicen que necesitamos? ¿Cuál es nuestro rol en esta Tierra? La hiperrealidad consumista nos distrae con luces brillantes, pero en las noches, cuando uno apaga el dispositivo, puede sentir un agujero en el alma: esa desconexión radical de la naturaleza y de un propósito trascendente.


Conclusión: Reconectar con lo Real – Hacia una Vida con Propósito





Hemos pintado un panorama extenso – desde tribus paleolíticas conectadas con cada amanecer hasta una sociedad de individuos alienados detrás de pantallas táctiles. El cuadro es provocador y quizás desolador, pero reconocer la situación es el primer paso para buscar salidas. ¿Cómo escapamos del sistema del simulacro y el hiperconsumo? ¿Es posible desandar parte del camino o, mejor dicho, trazar un nuevo rumbo que nos devuelva la conexión con la tierra, con los demás y con un sentido vital?

La solución no será sencilla ni única; se parecerá más a un mosaico de cambios culturales, comunitarios y personales. Pero podemos esbozar algunos caminos de regreso a lo real:


  • Re-educarnos en lo básico: Aprender – o enseñar a nuestros hijos – habilidades prácticas y ancestrales. Plantar un huerto urbano o aunque sea unas macetas con hierbas culinarias para entender el ciclo de la vida. Cocinar desde cero, reparar ropa, reparar enseres en lugar de tirarlos. Recuperar clases de economía doméstica, horticultura, carpintería, no como curiosidades de moda sino como elementos centrales de una educación integral. Un individuo empoderado que sabe satisfacer algunas de sus necesidades por sí mismo es menos sujeto al vaivén consumista y encuentra satisfacción genuina en crear en vez de solo consumir.


  • Simplificar y desacelerar: La cultura del downshifting o decrecimiento voluntario propone trabajar menos horas, ganar lo suficiente y valorar el tiempo libre para la familia, el arte, la contemplación. En vez de perseguir salarios mayores para comprar más gadgets, ¿por qué no conformarnos con “suficiente” dinero y aprovechar el resto del tiempo en cultivar un jardín, tocar música, participar en la comunidad? Reducir nuestras necesidades artificiales rompe el hechizo de la publicidad. Muchos jóvenes ya abrazan cierta simpleza voluntaria: movimientos como el minimalismo (poseer menos bienes pero de uso significativo), el zero waste (reducir drásticamente la basura) o el consumo local. Son pequeñas revoluciones silenciosas que rechazan el mantra “más es mejor” y lo sustituyen por “mejor es mejor, y a menudo menos es mejor”.


  • Reconectar con la naturaleza donde estemos: Incluso en medio de la ciudad podemos buscar la conexión perdida. Apadrinar un árbol en la calle, hacer compost comunitario con vecinos, visitar con frecuencia parques, bosques o la playa y hacerlo conscientemente (dejando el móvil en casa). Practicar actividades que nos enraícen: senderismo, jardinería, observación de aves. Iniciativas como huertos comunitarios urbanos, cooperativas agrícolas de proximidad (CSA), o proyectos de rewilding urbano (renaturalizar espacios) nos devuelven un poco de verde al entorno gris. Al tocar tierra con las manos, al seguir el crecimiento de una planta, algo dormido en nuestro interior despierta: un sentido de asombro, de humildad, de pertenencia a la red de la vida.


  • Reinventar la comunidad: La autosuficiencia no significa aislamiento; de hecho, las comunidades fuertes son más autosuficientes en conjunto. Debemos re-tejer el tejido social fragmentado por la vida moderna. Esto puede ser a través de redes de intercambio locales, bancos de tiempo (yo te arreglo la instalación eléctrica, tú me ayudas con asesoría legal, por ejemplo), grupos de crianza compartida, consumo colaborativo (compartir herramientas, coches, etc. en lugar de que cada quien tenga uno infrautilizado). La tecnología digital, paradójicamente, puede ayudar si la usamos para convocar encuentros físicos significativos: grupos de lectura, talleres de aprendizaje colectivo, asambleas vecinales. Esas interacciones cara a cara nos devuelven la realidad humana en un sentido pleno – con miradas, voces, emociones no mediadas por pixeles. Además, una comunidad unida puede presionar por cambios mayores: ciudades caminables, mercados de agricultores, energías renovables locales, políticas de apoyo a economías circulares.


  • Buscar un propósito más allá del consumo: Quizá lo más importante es replantearnos la pregunta: ¿para qué estoy vivo? La sociedad de consumo nos ofrece una respuesta vacía: “para comprar, disfrutar y morir”. Pero podemos rebelarnos contra esa narrativa. Históricamente, la gente encontraba propósito en la religión, la patria, la familia extensa, el arte, la búsqueda científica, la comunión con la naturaleza. Cada cual debe hallar su propia fuente de sentido, pero es vital tener una, porque quien no encuentra propósito es presa fácil del consumismo (se llena el vacío existencial con compras impulsivas o distracciones constantes). Un propósito puede ser tan simple como “cuidar un jardín y donar sus frutos” o tan ambicioso como “combatir el cambio climático”. Lo importante es que nos conecte con algo más grande que nosotros mismos: la comunidad, las futuras generaciones, la Madre Tierra, lo divino si se es creyente, o ideales humanitarios. Ese propósito actuará como brújula para no perdernos en la banalidad.


Al final, escapar del sistema no implica necesariamente huir a una cabaña autosuficiente (aunque algunos lo hagan); puede lograrse gradualmente, desde adentro, cambiando nuestras prácticas y nuestra mentalidad. Es recuperar la soberanía sobre nuestra atención, nuestro tiempo y nuestras necesidades. Es atrevernos a ver tras el velo de la hiperrealidad y enfrentar la verdad: que somos seres naturales, finitos, interdependientes con otros seres y con el planeta. Que ninguna cantidad de compras sustituirá el abrazo de un amigo, el gozo de crear algo con nuestras manos, o la paz de un atardecer contemplado en silencio.

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¿Será posible reinvertir la tendencia? Muchos signos apuntan a que debemos hacerlo por necesidad: la crisis climática demandará una reducción drástica del hiperconsumo de recursos; la insatisfacción generalizada con la vida “fast” ya se manifiesta en epidemias de salud mental (ansiedad, burnout); las tecnologías que nos saturan también podrían ayudarnos a organizarnos en nuevas formas más sabias. Tal vez la humanidad se encuentra en el umbral de una nueva transición, tan grande como la Revolución Neolítica o Industrial, pero esta vez consciente: una Revolución de la Reconexión. Reconexión con la naturaleza, con nuestro propio cuerpo, con los ritmos orgánicos; reconexión entre nosotros a nivel comunitario y global (colaboración genuina en vez de competencia suicida); reconexión con lo auténtico en cada uno.


Cada lector puede empezar por su metro cuadrado: cuestione sus hábitos, sus creencias inculcadas, sus verdaderos deseos. Recuerde que hemos sido moldeados por personas que “no conocemos” (Bernays y sus herederos publicistas) para actuar casi en automático. Romper ese hechizo implica cultivar introspección: preguntarnos “¿por qué hago lo que hago? ¿lo necesito o me lo impusieron? ¿qué pasaría si elijo diferente?”. Esa simple conciencia puede encender una mecha de cambio personal.


Este artículo ha sido un viaje a través de miles de años, mostrando cómo pasamos de sociedades de subsistencia en armonía relativa con el entorno, a una civilización global tecnológica que padece desconexión y simulacro. No se trata de nostalgia ingenua ni de demonizar el progreso – se trata de darnos cuenta de dónde estamos para poder corregir rumbo. La hiperrealidad en la que flotamos es confortable como una burbuja… hasta que pincha. Estamos empezando a sentir los pinchazos. Volver a lo real duele al principio (como salir de Matrix y enfrentar la dura realidad), pero también libera. Nos permite, por primera vez en mucho tiempo, sentir el suelo bajo los pies – literalmente la tierra – y figuradamente un terreno firme de sentido bajo nuestra vida.


Para terminar, queda una invitación: plantea tu propia revolución silenciosa. Puede ser pequeña, doméstica, casi invisible para las estadísticas, pero significativa para ti y tu entorno. Planta ese árbol, lee ese libro crítico, habla con tu vecino, desmonta una creencia consumista, apaga las notificaciones por un día y escucha el viento. Cada gesto cuenta. Como dijo un sabio contemporáneo, “aunque nadie pueda volver atrás y hacer un nuevo comienzo, cualquiera puede comenzar ahora y hacer un nuevo final”. El sistema actual nos trajo hasta aquí, pero no estamos condenados a él. La puerta de salida – o quizá de entrada a la realidad – está delante de nosotros, esperando que la abramos con acciones conscientes y valientes. Recuperemos la conexión, recuperemos el propósito, re humanicemos nuestra existencia. Es un desafío épico, sí, pero también una aventura fascinante: reconquistar nuestra realidad y, con ello, salvar nuestra humanidad y nuestro planeta de la deriva del sinsentido.


Ahora la pregunta recae en nosotros: ¿Qué historia escribiremos a partir de aquí? ¿La de una civilización que despertó a tiempo de su ensueño consumista y reconectó con la tierra y consigo misma, o la de una que siguió absorta en el simulacro hasta el colapso? La elección, colectiva e individual, está servida. Dejemos que esta reflexión provoque en cada uno la chispa del cambio. Al fin y al cabo, tras tanta copia de copia, tal vez anhelemos volver a sentir lo real con la urgencia de quien lleva mucho tiempo sosteniendo solo aire.


Para terminar, ¿Se imaginan que diría Tyler Durden de Fight Club si viera a donde hemos llegado? Yo me imagino algo así:


“Compramos cosas que no necesitamos, con dinero que no tenemos, para mostrar una vida que no vivimos, mientras ignoramos que el planeta se está muriendo y nosotros con él.



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1 comentario


Espectacular manera de narrar la historia y describir los grandes problemas de hoy. Es sumamente reconfortante leerte expresar todas estas ideas de forma tan clara. Muchos pensamos en esto pero somos incapaces de ordenar estas ideas, saberes y sentimientos. Así que gracias por compartir este texto <3

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